viernes, 3 de enero de 2014

Aristóteles Picho: estrella eterna del cine peruano

In memoriam

En un medio como el nuestro en que el cine es una actividad titánica y heroica, sobresalir como actor no es nada fácil, menos si las posibilidades de participar son esporádicas y escasas. Sin embargo, Aristóteles Picho, artista local con nombre de filósofo griego, se hizo notar y dejó inolvidables y extraordinarios personajes en las cintas en las que intervino.
 
Cómo olvidar su aparición en la ahora clásica: La ciudad y los perros (1985) de Francisco Lombardi. En ella debutaron jóvenes actores que darían que hablar no solo en el sétimo arte sino en teatro y televisión. Tal fue el caso del novel Picho.
 
En 1988 trabajó en otra importante película de Lombardi: La boca del lobo, considerada por muchos de las mejores del cine peruano. Su rol fue el de un soldado de pelotón pero dejó su sello.
 
Su siguiente incursión sería en el tercer largometraje de Alberto Durant: Alias La Gringa (1991). Aunque su personaje fue esquemático, sacó adelante el rol de terrorista en prisión. En 1992 repetiría el papel de militar en La vida es una sola de Marianne Eyde.
 
En Reportaje a la muerte (1993) de Danny Gavidia, encarnaría a uno de los tristemente célebres presos que se amotinaron y tomaron rehenes en el penal El Sexto. Supo sacarle partido al personaje a pesar de su débil perfil. Lo cierto es que no pasó desapercibido. Un maldito dispuesto a todo.
 
Lo mejor de Picho en el cine peruano está en sus últimos largometrajes: Pantaleón y las visitadoras (1999), tercer filme con Lombardi, en el que compuso fabuloso personaje (El Sinchi) por el que será recordado y apreciado en toda su magnitud.
 
En Bala perdida (2001) de Aldo Salvini, entrega una pequeña pero notable actuación de un depravado brichero. Cabe destacar que Salvini fue el director que ofreció roles diferentes a Picho. Quizá el único (junto a Lombardi) que supo ver su talento de intérprete, el mismo que los uniría en el fabuloso cortometraje: El gran viaje del capitán Neptuno.
 
Coronando su dilatada trayectoria tuvo la oportunidad de estar en el filme hollywoodense: Prueba de vida (2000) del reconocido Taylor Hackford, en el que compartió un pequeño papel y diálogos con los famosos Russell Crowe y Meg Ryan.
 
Picho irrumpió en el cine a mitad de la década de los ochenta y culminó a inicios del siglo XXI. Es verdad que el conjunto de su obra en cine ni es vasta ni rica en matices; de hecho, lo mejor de su profesión lo realizó en el teatro; pero hay que evaluar su desempeño en base a la realidad de la producción local, endeble en calidad y cantidad por factores que no vienen a cuento puntualizar.
 
Pese a lo explicado logró sobresalir, lo que da cuenta de su gran talento; inclusive tiene mayor mérito del que se le reconoce, pues se desempeñó como actor secundario o de reparto. Nunca vieron su potencial (o simplemente no se dio, exceptuando a Salvini) para el protagónico. En la mayoría de casos le dieron papeles de soldado, terrorista y delincuente, lo que, comprensible hasta cierto punto, significa encasillamiento y falta de imaginación para otros roles al margen de su apariencia física.  
 
No obstante, su imagen se hizo habitual en el cine peruano, lo que le granjeó reconocimiento de crítica, popularidad y empatía con el público. Bien se puede enfatizar que logró una presencia de la que pocos pueden ufanarse. Tal como Orlando Sacha, Gustavo Bueno, Diego Bertie y Melania Urbina, por citar ejemplos de figuras icónicas.  
 
Picho supo sacar lo mejor de sí y tuvo un elemento adicional, ese algo más para un actor de la pantalla grande: gancho, carisma. Ese imán que hace a los espectadores fijar su mirada y quedarse atrapado con diálogos y acciones del personaje. Lo bueno del universo audiovisual es que podremos comprobarlo una y otra vez. Mil gracias Aristóteles Picho, actor comprometido con el arte y estrella eterna en el firmamento del cine peruano. Descansa en paz.